Eco-rastereadores en la Provincia de Morona Santiago. El último viaje a San José de Morona y un accidente casi mortal







El último viaje a San José de Morona, fue el más de difícil de toda mi vida, no me acompañaba nadie  de mi familia,  ni Orlando Montufar, el grupo entre los que había un azafata de Australia, que al igual que unos australianos, un hombre y una mujer,  estuvieron en nuestra primera clase de español, una australiana, volvió a estar  en el momento en que tuve que enfrentarme directamente con la muerte.
Los problemas empezaron antes de llegar al Río Morona, al cruzar las montañas de la Cordillera del Kutuku, por un camino lodoso que detuvo varias veces al bus, y tuvimos que bajar a empujarlo. 

Al llegar al río el bus sibió en una gabararra, al frente en el río, estaba un barco barado hacía años, desde el gobierno del coronel Lucio Gutiérrez,  que un día se lo usó para brindar servicios médicos en el río,  tanto a ecuatorianos como a peruanos de la frontera.  Los pasajeros íbamos parados sobre la gabarra.   Al momento de subir, el bus se movió hacia adelante,   el chofer nos pidió que subiéramos,  pero la puerta de entrada estaba frente a un orificio en el que caí, no podía movene, quedé atrapado, una costilla se fracturó, los extranjeros que me acompañaban como voluntarios me sacaron del orificio, la costilla rota,  me había penetrado en el bazo,  pero no lo sabía. Tenía entonces 41 años.Fui llevado al Colegio de San José de Morona, el profesor Villareal me dio su cama,   pedí que prepararan agua de uña de gato, que vi crecía en el colegio, la azafata australiana, un joven muy amabele y bondadosa,  me ayudada, dándome el agua con una cuchara,  pues no podía ni levantar la cabeza para tomar el agua.  La noche fue de un dolor terrible,  no había analgésicos, pero al día siguiente parecía que todo había pasado.  
 El profesore Villareal me comunicó que se había comunicado por el radio de la misión con Alas para la Salud de la Misión Salesiana en el aeropuerto de Macas,  me llevarían a Puerto Morona donde llegaría una avioneta.   Me fui en un vehículo de la misión,  con una monjita que manejaba por un camino empedrado, que al caer en los baches me producía gran dolor,  En medio de la selva había una pista de aterrizaje donde llegó la avioneta.  Subí en ella,  me pareció maravilloso volver a volar sobre la selva como cuando tuve 18 años, cuando me di la vuelta a Ecuador, entonces viajé de Shell Mera a Macas,  en el año 1974,   20 años atrás.  Mietras volábamos,   el piloto a que volví a ver y entrevistar cuando quería haceer un documental sobre la cultura Shuar en el 2011,  me contaba en el trayecto sobre su vida, de sus viajes desde Macas a las comunidades indígenas. desde donde,  inclusive tenía que transportar gallinas, cerdos o perros. 
Al llegar al aerpouerto de Macas, me sentía bien, podía caminar, parecía que no fue grave lo que me ocurrió,  pero afortunadamente tomé un avión a Quito,  en lugar de viajar en bus, y luego en mi casa con mi familia, pensé que se trataba solo de una fractrura de costilla que se resolvería soplando una botella y con una faja, ,  pero 15 días después no podia reír,  porque se me producía un espasmo de los músculos abdominales, hasta aque me senté en la taza del servicio higiénico,  supe que lo que tenía era grave, porque un dolor terrible no me dejaba pararme, ni respirar. 
Verónica me llevó de urgencia la Hospital Eugenio Espejo, al hacerme la radiografía y la ecosonografía,  me diagnósticaron que tenía un abdómen agudo,  por la perforación del bazo, había que operarme de inmediato, pero no tenía suficiente sangre,  pues se había derramado la mayor parte en el abdómen.
Se necesitaba 8 pintas de sangre y 8 de plasma.  Gracias a que mi hija Carmen Verónica,  a quién llamamos Monquita,  había donado por años sangre a la Cruz Roja, mientras era instructora del la premilitar para estudiantes de los colegios de Quito,  pudo  conseguir la sangre y el plasma,  casi milagrosamente.
Antonelita,   mi hija mayor, con su rostro descompueto y los ojos llorosos, logró entar a la sala de observación donde esperaba  sentado para ser operado,  pues el dolor abdominal no me permitía acostrame, al verme pálido y dolorido se desmayó, la pusieron en una camilla y la llevaron a emergencias, pero en el corredor la encontró  Verónica, mi esposa,  que  estaba con mi hija mas pequeña Doménica, al ver la camilla pesó que era yo,  pero se encotró con Antonella demayada, no le permitieron que la acompañara, lo que complicó su angustia.
El médico que me operaría sería un compañero de la univiersidad,  Patricio Ortiz, que ya entonces era considerado uno de los mejores cirujanos del país,  le acompañaba un médico anestesista,  que era un estudiante colombiano,  que hacía el posgrado, y que hizo un trabajo extraordinario, casi milagroso en la operación, la cirujana principal fue una doctora norteamericana, que era profesora de cirugía en la Universidad de Washington,  de paso, que casualmente  había llegado con sus estudiantes a hacer prácticas en el Hospital Eugenio Espejo, donde en ese tiempo venían a practicar estudiantes norteamericanos. Aquella doctora tenía una habilidad extraordinaria, tardó minutos en sacarme el bazo, en tanto Patricio rápidamente logró limpiar  de sangre mi abomen,  luego de  cerrar las venas y arterias.
El médico anestesita, que hizo un trabajo extraordinario,    aquel médico le dijo a Verónica,  antes de la operación,  que mis posibilidades de vivir o morir,  era como lanzar una moneda al aire.  Ella se sentó en el piso del corredor antes del quirófano,  junto a mi pequeña hija de apenas 10 años, estaba angustiada   junto a Doménica, que estaba atónita,  resando y llorando junto a su madre,  temiendo  mi defunsíón.
Desperté al día siguiente, era un día luminoso,  una máquina automaticamente me tomaba la presión,  estaba conectado a monitores y cables, me setía dentro de un robot.   Al medio día me puede levantar,   fui a la ventana,  un aire deliciosamente frío me entró en los pulmones, por la ventana podía ver como caía una granizada descomunal,  era el primer día de llagada del invierno,  el 4 de octubre, día de San Francisco,  a esta tormenta se la conoce como el cordonazo de San Francisco.
Afuera, al otro lado de la ventana,  en la calle,  un manto blanco lo cubría todo, parecía Moscú, donde fui por 5 años, la calle los carros  estaban cubiertos de granzizo blanco como la nive.  Volver a vivir me pareció la cosa más extraordinaria y sabrosa.
 En los días siguientes los estudiantes y profesores pasaban por mi cama para analizar mis progresos, el médico jefe de cirugía,   que todas las mañanas me visitaba, antes de darme de alta, volvió a leer mi historia clínica, me miró fijamente y me dijo que aun no se explicaba porque estaba vivo,  porqué no había muerto,  que vivía sólo porque tenía una misión que complir, que estar vivo era un milagro.















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