Antecedente:
Si bien la clase media podría aguantar esa crisis, la inflación impactaría desproporcionadamente a los más pobres. En otras palabras, si se logra limitar el acceso a los combustibles fósiles, se pasaría el costo de la lucha ambiental a los más pobres —y sería un suicidio electoral para cualquier gobierno. Tenemos ejemplos locales de ésta paradoja: en Ecuador los mismos que exigen el fin de actividades petroleras en el Yasuní también exigen la continuación de subsidios de los combustibles fósiles. Ellos entienden que el aumento en el costo de energía afecta directamente a los más pobres.
Pero en este contexto, también hay casos en que el motor del crecimiento económico y la creación de empleo es la disponibilidad de energía barata. En Gran Bretaña, por ejemplo, el país no solo vive una crisis por el aumento del costo de vida, sino que también su crecimiento económico está estancado por la falta de nuevas fuentes de energía. Hay empresas que no pueden contratar más personal porque no pueden garantizar acceso a energía.
La economía de Alemania, antes el motor de Europa, vive un lento crecimiento por el alza de los precios de la energía debido a la guerra con Rusia. Han tenido que aumentar los costos de producción de muchas empresas, afectando su competitividad global.
Y, por más de que está de moda lanzar pintura y hasta sopa a cuadros famosos como protesta, la solución de estos activistas de limitar los combustibles fósiles tendría cero impacto en el cambio climático. Si el gobierno de Gran Bretaña no logra convencer a los gobiernos de los países más contaminantes como Estados Unidos y China no habrá resultados.
A estas alturas, las soluciones al cambio climático de los manifestantes no son prácticas.
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Si limitar los combustibles fósiles es una solución que tendría graves consecuencias sociales y que requiere de una colaboración internacional hasta ahora imposible, el reto planetario se convierte en generar energía renovable más barata que la producida por los combustibles fósiles. Aquí nos enfrentamos a otro obstáculo: los combustibles fósiles tienen un subsidio global de 7 mil millones al año.
Muchas voces en el movimiento ambientalista han propuesto como alternativa a la energía renovable, como la eólica y la solar. Pero hay problemas: muchas de estas fuentes son intermitentes, no siempre producen energía cuando la gente quiere consumirla. Por ejemplo, para poder aprovechar la energía renovable, necesitamos desarrollar baterías gigantescas, y a pesar de los esfuerzos de empresas como Tesla con sus baterías de iones de litio, o BYD que lidera el desarrollo de baterías de iones de sodio, las baterías son relativamente nuevas y caras.
Incluso con el avance de la tecnología de baterías, tenemos otros problemas: la energía eólica y solar requieren 10 veces más espacio que las plantas de carbón y gas para producir el mismo nivel de energía. Incluso si fuesen disponibles esos terrenos, alcanzar ese objetivo desembocaría en una deforestación masiva y nuestros bosques absorben un tercio de nuestras emisiones de gases de efecto invernadero cada año.
A esta deforestación se suma la extracción de minerales, como litio y cobre, que estas tecnologías requieren. Finalmente, como lo muestra el ejemplo de Gran Bretaña, no es suficiente reemplazar fuentes existentes de energía. Necesitamos seguir aumentando la capacidad de nuestras redes eléctricas ya que muchas actividades económicas son posibles por la energía barata y abundante.
En conclusión, si queremos llegar a cambiar la matriz energética, necesitamos energía nuclear —la que fue despreciada por el movimiento ambiental en las últimas décadas. Aunque aún tiene mucho rechazo basado en prejuicios, su desarrollo ha avanzado en los últimos 30 años. A las preocupaciones sobre su impacto en los humanos, quienes se oponen también señalan los costos de construcción y el uso de agua.
Pero para evitar los altos costos, ya existen plantas modulares. Son construidas en un lugar específico y luego trasladadas a su destino. Además hay plantas que usan aguas residuales y que operan con combustible nuclear ya gastado.
Por otro lado, con costos cada vez más bajos, la energía eólica y solar tiene un papel importante que jugar en el futuro. Pero incluso con todos los avances en la tecnología de baterías industriales, estas no pueden ser la piedra angular.
Una vez que logremos eliminar los combustibles fósiles de nuestra matriz energética, aún habrá mucho por hacer.
Hay países en vías de desarrollo que necesitan ayuda financiera para cambiar su matriz energética y sus actividades económicas. Indonesia es un buen ejemplo. A pesar de estar cubierto de bosques nativos es uno de los países que más emisiones de gases de efecto invernadero emite cada año. ¿Por qué? Porque su principal fuente de energía son las plantas de carbón. Luego está la industria agrícola, más específicamente la producción de aceite de palma. Para sembrar las palmas, queman miles de hectáreas de bosque cada año y destruyen turberas —que son sumideros clave de dióxido de carbono.
Los políticos indonesios, sensibles a las necesidades de su electorado, pueden decir y justificar a la comunidad internacional que las necesidades de desarrollo de su pueblo superan las necesidades planetarias. Y, para resolver este problema, crearon créditos de carbono.
Los créditos de carbono tienen una mala reputación porque muchos ambientalistas los ven como “licencias para contaminar”. Pero la verdad es más compleja. Estos nacen como parte del mercado voluntario de carbono (MVC), un compromiso de empresas multinacionales para llegar a ser carbono neutro para el año 2050.
De las dos mil empresas más grandes de la bolsa estadounidense, casi mil han aceptado el reto de llegar a ser carbono neutro, representando un porcentaje significativo de las emisiones globales. Para poder llamarse así deben descarbonizar sus operaciones todo lo que puedan —cambiar a autos eléctricos, comprar energía renovable, optar por materiales reciclados—, y luego usar créditos de carbono para las emisiones que tienen que son difíciles de reducir.
Para ser carbono neutro hay reglas específicas para todas las empresas, sin excepción. Organizaciones internacionales, como el SBTi (Science-Based Target Initiatives en inglés) de las Naciones Unidas, o ISO, regulan los estándares aceptables de descarbonización para cada industria para que las declaraciones de las empresas sean verídicas y verificadas.
Un ejemplo de emisiones difíciles de reducir lo tiene la industria aérea: las baterías industriales no son factibles para los aviones y aún no existen, en gran escala, los combustibles sostenibles, como los biocombustibles. Una aerolínea podría, entonces, definir su plan para descarbonizar, y dentro de estándares internacionales, utilizar créditos de carbono para compensar las emisiones que no puede evitar.
En la práctica, a través de los créditos de carbono una aerolínea podría compensar a Indonesia por el costo de reforestación y protección de sus bosques y turberas, incluyendo los ingresos perdidos. Se podría pagar al país por el cierre prematuro de sus plantas de carbono. Y pagar a los agricultores por implementar prácticas de agricultura sostenible.
Los créditos de carbono también se podrían usar para cerrar fugas de metano —un gas de efecto invernadero 27 veces más potente que el dióxido de carbono— en plantas energéticas alrededor del mundo. Incluso, con ese dinero, se podría financiar el reemplazo de buses de diésel con buses eléctricos o de hidrógeno.
En conclusión, con los créditos de carbono se podría financiar casi cualquier iniciativa que descarbonice y que, de otras formas, no serían económicamente viables.
Los proyectos deben seguir metodologías estandarizadas, ser verificadas por terceros, y demostrar que su impacto ambiental no se hubiese dado si no fuese por el financiamiento de los créditos de carbono.
Como lo mencioné, tienen una mala reputación ya que algunas empresas, sobre todo petroleras, han tratado de comprarlos para evitar descarbonizar (aunque no tienen ninguna obligación de hacerlo). También ha habido fraude en la producción de créditos de carbono: algunos proyectos de conservación de bosques en Brasil, por ejemplo, han exagerado su impacto ambiental con el fin de lucrar más de su actividad.
Estas críticas son reales, pero sería un error desacreditar el mercado voluntario de carbono por completo. Lo que deberíamos hacer es mejorarlo. Por un lado, sabemos que las empresas que usan créditos de carbono descarbonizan sus operaciones dos veces más rápido que las empresas que no las usan.
Por otro lado, los créditos de carbono financian mil millones de dólares de nuevas tecnologías, incluyendo la que permite extraer el dióxido de carbono de la atmósfera y guardarlo en cemento o bajo la tierra —una industria emergente que no existiría si no fuese por estos créditos, por falta de demanda comercial.
Decir que los créditos de carbono son una “licencia para contaminar” es no reconocer una verdad obvia: contaminar es gratis. Los acuerdos de París fueron firmados en 2015, pero aún no tenemos un consenso sobre el artículo 6 que establece la creación de un mecanismo global para el comercio de créditos de carbono entre países para impulsar la descarbonización.
En otras palabras, las empresas que optan por el camino voluntario no lo hacen para evitar regulaciones. Lo hacen por la ausencia de regulaciones, en la mayor parte del mundo. En un escenario ideal, todo lo que se desarrolla en el mercado voluntario de carbono alimentaría sistemas regulatorios nacionales e internacionales.
Para funcionar bien, las regulaciones tienen que encontrar un equilibrio entre bajar emisiones, proteger empleo, y evitar la inflación. Fallar en cualquiera de las tres perjudicaría a la causa ambiental.
Los créditos de carbono son imperfectos, pero entre 2012 y 2022 generaron 36 mil millones de dólares en nuevas soluciones climáticas, representando el esfuerzo más grande que tenemos como planeta para luchar contra el cambio climático. Hoy, no se puede pensar en ser carbono neutro sin incluir a los créditos de carbono.
Para ser claro, la tecnología no nos va a salvar del cambio climático. Necesitamos reducir emisiones, extraer y almacenar dióxido de carbono de la atmósfera, y evitar emisiones protegiendo nuestros bosques.
Lo más importante es no volver a cometer los errores del movimiento ambiental antiguo: debemos entender que los sistemas naturales son ecosistemas. La existencia de biodiversidad en nuestros bosques, por ejemplo, no es sólo patrimonio natural que merece protección, sino también parte del proceso planetario de reciclaje de dióxido de carbono.
En otras palabras, los árboles logran poco sin los animales y biomas que juegan diferentes papeles en su ecosistema. El objetivo no es sólo obsesionarnos con el dióxido de carbono sino tener sistemas balanceados. Tampoco nos podemos dar el lujo de decir “ésta solución sí, esta no.” Necesitamos acciones gubernamentales e inversión privada. Necesitamos regulaciones y desarrollo de nuevas tecnologías.
Necesitamos todo.
El cambio climático tiene una vista micro y una macro. La micro, enfocada en nuestros hábitos de consumo individuales, se basa en avergonzar a nuestros seres queridos para que cambien. En realidad, poder optar por un producto más caro porque es más sostenible es un lujo de clase media y clase alta. La gente pobre no tiene el privilegio de contabilizar el cambio climático en sus compras.
Quienes ven al cambio climático como una misión religiosa de evangelizar el cambio de comportamiento de los demás, terminan frustrando al resto con su alardeo moral.
En la visión macro, o sea la planetaria, entendemos que la abundancia de energía barata y renovable impulsa el cambio que queremos sin la necesidad de tener que convertirnos a una nueva religión. En la visión macro podemos ser más optimistas porque participamos en la transición energética y en la creación de soluciones climáticas.
El nuevo movimiento ambiental, entonces, no puede ser liderado por personas que creen que es suficiente presionar a los políticos y esperar que ellos desarrollen soluciones. No tenemos tiempo para soluciones basadas en propuestas irreales, como la propuesta de Greta Thunberg de acabar con el capitalismo.
Obviamente aún debemos presionar a los políticos, pero no puede ser un movimiento que termine haciendo más daño que bien, como cuando se opusieron a la energía nuclear. Si entendemos el desafío que representa el cambio climático, entendemos que necesitamos todas las soluciones sobre la mesa. Y, aún así, tal vez no sea suficiente.
El nuevo movimiento ambiental requiere de personas especializadas en sostenibilidad y descarbonización trabajando dentro de empresas que elaboren planes para llegar a ser carbono neutro para 2050 o antes. El nuevo movimiento ambiental necesita gente que trabaje con políticas públicas para desarrollar sistemas regulatorios que promuevan, y no limiten, el desarrollo económico.
También necesitamos emprendedores trabajando en oportunidades de descarbonización incluso utilizando el método imperfecto de los créditos de carbono. Necesitamos científicos que amplíen nuestros conocimientos de sistemas naturales. Necesitamos electorados con conciencia ambiental, y consumidores que puedan presionar a las empresas para “verdificar” sus operaciones.
Todos debemos entender que el cambio climático no es un reto moral sino económico, porque la economía facilita la toma de buenas decisiones.
Para llegar a la meta, no podemos operar como hemos operado hasta ahora. Si queremos cambios, tenemos que estar dispuestos a cambiar no tanto de hábitos, sino los rígidos sistemas de pensamiento que nos dan soluciones antes de entender el problema.